En virtud de los aconteceres de los últimos tiempos habidos entre los gobiernos de la República Argentina con el de la República Oriental del Uruguay, fundamentalmente entre el Presidente Kirchner y el Presidente Batlle, es interesante leer lo que editorializó el diario El País de Montevideo.
El mérito del mismo se destaca no solo por lo justo en su enfoque jurídico y político, sino que, también, por provenir de un diario eminentemente de tendencia Blanca y de exclusiva promoción del Partido Nacional, rival político del Partido Colorado y del Presidente Dr. Jorge Batlle, aunque en aconteceres históricos y a lo largo de decenas de años, intercalando acuerdos y desacuerdos, siempre antepusieron sus discrepancias ante los intereses generales del Uruguay que pudieran estar en juego, no importando cual era el Partido de Gobierno de turno, en cada caso.
Ernesto Martínez Battaglino
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Se olvidaron del Tratado de 1889
(Editorial del diario El País de Montevideo del día domingo 18 de enero de 2004)
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EL ministro del Interior de la República Argentina, un señor Fernández, se permitió decir que nuestro Presidente "no tiene vergüenza" por su alusión a los ochenta uruguayos desaparecidos en la vecina orilla, ya que se acordó "tardíamente" de ellos. Sin embargo, claro está, no para este señor Fernández, que la alusión del doctor Batlle obedece a la necesidad de contraponer la actual impertinencia argentina, que nos exige cuentas de hechos polvorientos y penosos ocurridos en nuestro país, a la prudencia uruguaya, en cuyo mérito nuestros sucesivos gobiernos democráticos jamás pretendieron someter a su justicia a los asesinos, entre muchos otros uruguayos, de Zelmar Michelini y de Héctor Gutiérrez Ruiz. No de la nuera de un activista político de allende —o aquende, que para el caso lo mismo da— el Plata.
Ante tan infortunada declaración, el mismo canciller argentino que, por sus excesos y sus irrespetuosidades para con nuestro país y su Presidente, se vio en el trance de pedirle públicas disculpas a nuestro ex ministro Antonio Mercader, dijo lo que sigue: "Los gobiernos pueden a veces tener diferencias, pero tengo el convencimiento de que las relaciones con Uruguay no se ven afectadas por entredichos de funcionarios transitorios". Lo que nos trae a la memoria la siguiente anécdota de Don Manuel Fraga Iribarne, en sus tiempos de ministro del "Caudillo de España por la gracia de Dios". Vale decir, de Franco. Llegó tarde, un mal día para él, al cumplimiento de sus deberes matutinos con dicho ministro de turno, un modesto funcionario que ya lo era en tiempos de la guerra civil. Y, quizás, en los de Alfonso XIII y el dictador José Antonio Primo de Rivera. Ante ello, se desataron las iras del Dr. Fraga y una lluvia de improperios debieron escuchar los oídos del irrelevante pero inamovible subalterno. Pero , pronto llegó la revancha para éste. Pasado el mediodía, al retirarse Don Manuel para su habitual interludio gastronómico, espetóle el rezongado, al abrirle la puerta de un ascensor: "Pase usted, interino..."
Tan interino, o menos, como el señor Bielsa, que por cierto no ha de hacer olvidar a Saavedra Lamas, y el señor Kirchner. Este último, cuando su transitoria ocupación de la Casa Rosada concluya, seguramente no opacará en el recuerdo a las grandes figuras que, con sus luces y sus sombras, gobernaron a la Argentina desde los albores de su accidentada historia. Y que se llamaron Rivadavia, Dorrego, Rosas, Urquiza, Mitre, Sarmiento, Roca, Sáenz Peña, Yrigoyen, Alvear y Perón. ¡Qué once! Kirchner, ante ellos, no podría siquiera aspirar a un lugar en el banco de los suplentes.
NATURALMENTE, que el problema es político. Y lo es, porque desde una óptica crudamente política es que lo genera y lo plantea el presidente argentino. Un presidente que quiere, desde el sitial de gobernante de ocasión, sacarse las ganas que no pudo satisfacer en sus juveniles tiempos de militante político ilegal. De descreído en las virtudes de la democracia y del Estado de Derecho.
Hoy, él, por la ley de juego de esa democracia de la que renegaba no hace demasiados años, debe moverse, dentro y fuera de su país, en lo interno y en lo internacional, en el mundo del Derecho. En un mundo que no comprende ni quiere comprender. Por ello no entiende algo que es elemental, de puro sentido común. Que ningún país tiene jurisdicción universal. Y que, por tanto, sus jueces no pueden juzgar ni penar delitos cometidos fuera de las fronteras del país en que ejercen su alto magisterio.
Y que, además, en sus relaciones con otras naciones, deben respetar el Derecho Internacional y los tratados que con ellas los ligan. Entre ellos, el Tratado de Derecho Penal de 1889, suscripto en Montevideo nada menos que por dos ilustres presidentes argentinos —Quintana y Sáenz Peña—, que fue ratificado por ley, tanto en Argentina como Uruguay —no así el Tratado de Montevideo de 1940—, y cuyo art. 1o. dispone: "Los delitos, cualquiera sea la nacionalidad del agente, de la víctima o del damnificado, se juzgan por los tribunales y se penan por las leyes de la nación en cuyo territorio se perpetran".
La desaparición o asesinato de la nuera del señor Gelman fue un delito cometido en el Uruguay. En consecuencia, de acuerdo con un tratado que es de derecho positivo vigente en la Argentina, los jueces de dicho país carecen de toda competencia para juzgar a sus autores. Y, en el supuesto de que la tuvieran, debieran juzgar esos crímenes de acuerdo con la legislación uruguaya, que los amnistió, en mérito de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (Nº 15.848).
Esto es jurídicamente cristalino, tan incontrovertible como que dos y dos son cuatro. Aquí no hay lugar para dos bibliotecas. Tanto lo es, que en el congreso montevideano de 1889, el delegado chileno, Prats, propuso eliminar el precepto ya transcripto, puesto que la territorialidad de la ley penal es "... un principio indiscutible de la soberanía de los Estados, como ser el de juzgar todas las infracciones cometidas dentro de sus territorio. La defensa de la inclusión de la norma estuvo a cargo principalmente de los delegados argentinos Sáenz Peña y Quintana..." (Manuel A. Vieira, "El delito en el espacio. Derecho Penal Internacional, y Derecho Internacional Penal", p. 164).
SE ha dicho, por gente ignara en estos asuntos, que la señora Irureta Goyena era ciudadana argentina. Aparte de que había nacido en el Uruguay, ello no hace a la cuestión, pues en los países americanos jamás rigió el "jus sanguinis". Tampoco modifica la evidente incompetencia de la justicia argentina la posible alegación de que la conducta delictiva de militares uruguayos principió en la Argentina.
En tal supuesto —hipotético— Uruguay opondría fundadamente la excepción de orden público internacional, por colidir la improcedente pretensión argentina con un principio fundamental de nuestro orden jurídico, cual es el fin pacificador que emana de la ley de Caducidad. Excepción de orden público internacional que también es derecho positivo vigente en Argentina y Uruguay, desde la segunda Conferencia de la CIDIP (Tratado de Montevideo, 1979).
En suma: el requerimiento del gobierno argentino es políticamente desatinado e inamistoso. Y, jurídicamente, es insostenible.