Las elecciones son la herramienta que nos permite designar y desplazar a nuestros gobernantes en forma pacífica. Como todo instrumento cumple efectivamente su propósito sólo si responde a los requerimientos propios del fin para el que fue diseñado. De no ser así se corre el riesgo máximo de que la alternancia en el poder se resuelva de otras formas, que por lo general terminan siendo violentas.
Pecaría de insensato si no comenzara afirmando que nuestro sistema electoral es por lejos más transparente y democrático que muchos otros de la región y el mundo. Su perfeccionamiento y meticulosidad es consecuencia de décadas de funcionamiento institucional, de ensayos de prueba y error y sobre todo de la voluntad ampliamente mayoritaria entre los uruguayos de encarar pacíficamente la solución a los diferendos políticos.
Sin embargo, las comparaciones de poco sirven cuando hay que analizar resultados y no sirven ni de consuelo al momento de comprobar que los mismos son en el mejor de los casos muy magros. En definitiva, las instituciones de
la república tienen por finalidad ayudar a las personas a mejorar sus vidas y no es eso, precisamente, lo que nos ocurre a los uruguayos que experimentamos una crisis de carácter crónico por más de medio siglo. Por ello resulta legítimo que surjan dudas sobre si el diseño institucional tiene algo que ver con la crisis e inquietudes orientadas a resolver sus puntos oscuros.
Uno de estos puntos oscuros es el divorcio entre gobernantes y gobernados.
Algunas personas apuntan como causa al "desprestigio de la política", fenómeno al que consideran además de alcance universal, aún antes de revisar la eventualidad de que dicho descrédito no sea más que una consecuencia de la tergiversación de conceptos como democracia, representatividad y partidos políticos. Aquello de que "mal de muchos" funciona –también en este caso- a la perfección.
Otros, en cambio, apuntan a personalizar la disfunción, a la que no consideran –por tanto- sistémica. Siendo una cuestión de hombres, basta que los ciudadanos elijamos las personas adecuadas para que la transformación positiva se produzca. Quienes sostienen estas posturas no se detienen a pensar que algo debe estar fallando para que generaciones enteras de gobernantes hayan abandonado el camino correcto para perderse entre la ineficiencia y la corrupción.
Ni unos, ni otros parecen caer en la cuenta que nuestro sistema de selección de gobernantes y el marco institucional al que deben ceñirse acusan serias falencias que justifican sobradamente la baja "performance" gubernamental y el rechazo que esta causa en la ciudadanía. Rechazo que puede confirmarse en el hecho de que, desde –por lo menos- 1954 para acá el sector político que ocupa el Ejecutivo nunca ganó las elecciones (salvo el muy dudoso triunfo de Juan María Bordaberry en 1971, pese a que la reforma reeleccionista no le fue favorable a Jorge Pacheco Areco).
Nos acercamos a octubre. Además de elegir presidente y vice, el domingo de las elecciones tendremos que renovar las cámaras. Elegiremos 30 senadores y 99 diputados. No parece ser el momento más adecuado para proponer cambios radicales en la forma de elección de nuestros representantes por la necesaria vinculación que se hace con la coyuntura. Las reformas electorales y constitucionales teniendo en cuenta las relaciones de fuerzas entre los diversos grupos políticos equivalen a legislar con nombre y apellido y constituye una aberración jurídica. A pesar de ello, es un imperativo meditar sobre el funcionamiento del sistema y encarar transformaciones pues de lo contrario las elecciones solo servirán para profundizar el desencanto de la población.
Trampas y Soberanía
El Poder Legislativo cumple una doble función: es por un lado el cuerpo legislativo, esto es, el encargado de formular y sancionar las leyes, y por el otro es el contralor del funcionamiento del Poder Ejecutivo.
En nuestro país lo ejerce la Asamblea General, compuesta por dos cámaras, una, el Senado, integrada por treinta miembros electos en circunscripción electoral única y la otra, la de Representantes, integrada por 99 miembros electos en circunscripción departamental. Complementa el funcionamiento la Comisión Permanente, de actuación durante el receso de las cámaras.
Más allá de la tradición no resulta facil argumentar la bicameralidad del parlamento uruguayo, siendo el nuestro un estado unitario y siendo que la representación política de los ciudadanos está restringida a la oferta electoral de los partidos políticos. La Constitución asigna a la cámara alta determinadas prerrogativas, pero en virtud de lo antedicho dichas atribuciones no se explican más allá del capricho del constituyente.
Ese "capricho" es anecdótico y menor en comparación a otras disposiciones que limitan seriamente la voluntad de la ciudadanía y que prostituyen la esencia del sistema republicano. La Hoja única de votación para todos los cargos nacionales (y para todos los cargos municipales en elección aparte), el monopolio partidario de la oferta electoral, la injerencia estatal en los partidos políticos, y las circunscripciones plurinominales para cuerpos deliberativos son algunas de las normas que desfiguran el sistema vaciandolo de contenido y significado.
Estas normas, muchas de ellas
establecidas en el Artículo 77 de nuestra carta magna son verdaderos atropellos a nuestra soberanía política y actúan como cortafuegos al restringir nuestro poder como electores.
Constituyen restricciones supuestamente establecidas en nuestro beneficio. La idea central es que no todas las personas tenemos capacidad para ejercitar cabalmente su soberanía y por tanto se impone la institucionalización de formas de limitar el ejercicio al mínimo posible, dejando en manos de otras personas –supuestamente mejor preparadas, o con mayor "experiencia política"- el grueso de las decisiones. De esta forma ellos (los pretendidos esclarecidos) reservan para si determinados resortes con los que pueden dirigir las preferencias del público hacia un marco al que consideran "adecuado".
La Hoja única de votación
Poner en una sola hoja de votación el candidato a la Presidencia (y su vice), y los candidatos al Senado y a la Cámara de Representantes –e impedir el "corte de boletas"- tira abajo en un solo acto la idea de la división de poderes al impedir que el ciudadano opte por elegir un cuerpo legislativo de signo distinto al del candidato presidencial.
Esto, que en nuestro peculiar pasado político era disfrazado por la existencia de los sublemas que actuaban como corrientes políticas independientes y antagónicas y sobre las que se edificaba la separación republicana del Legislativo respecto a la voluntad del Ejecutivo, quedó sepultado con la reforma de 1997, cuya meta es la homogeinización de las fuerzas partidarias.
Finalmente hoy asistimos al caso de que una fuerza política obtenga la primera magistratura en primera vuelta y con ello –en forma automática- al menos la mitad de los escaños parlamentarios reduciendo a la oposición en un mero espectador, en el mejor de los casos, o lo que es peor, transfiriendo las disputas que toda gestión de gobierno genera al seno de la fuerza política gobernante sometiéndola a las mismas tensiones que hicieron historia en la vida de los partidos políticos tradicionales.
Votar separadamente, aún en el mismo acto comicial, ejecutivo, senado y representantes permitiría a los ciudadanos ejercer con mayor precisión el derecho a elegir a sus gobernantes, dotando al ejecutivo de contrapesos (o mayorías aun más contundentes) en una o ambas cámaras, ayudandolo o forzando el acuerdo entre los diversos actores políticos.
El monopolio de los partidos políticos
Antes de escribir una línea sobre el tema, creo pertinente recalcar que no es posible un sistema democrático sin partidos políticos y que todo análisis en contrario termina siendo una cuestión semántica o se trata de tirar todo el sistema democrático por la borda, que no puede estar más lejos de nuestra propuesta.
Dicho aquello, obligar a los ciudadanos a formar parte de algún partido político para presentarse a cargos electivos es, cuanto menos, un despropósito.
No pocas personas, con vocación política, aptitudes y reconocimiento de sus conciudadanos podrían postularse a cargos –por ejemplo- en las Juntas locales, Departamentales o a la Cámara de Representantes, en forma independiente si no estuviera vedada la concurrencia por fuera de los partidos políticos.
La filiación partidaria obliga al elector a tener en cuenta otras consideraciones distintas a las del cargo específico que se elije. Así, la postura de un partido político en torno a un asunto de política internacional termina impactando en la elección de los Ediles, cuya misión es la de ejercer el control del desempeño comunal, que nada tiene que ver con aquello.
Sin hojas únicas de votación, el fin del monopolio partidario permitiría que personas independientes, asociaciones civiles y uniones vecinales, presentaran candidatos para cuya selección fueran más importantes las cuestiones propias del cargo en disputa que otras irrelevantes al fin.
El intervencionismo estatal en los partidos
Cada partido político tiene sus propias particularidades. Ya sea porque están compuestos por apenas un puñado de adherentes, o porque concitan la adhesión de decenas de miles de ciudadanos; porque son un grupo homogéneo o porque son varios grupos muy heterogéneos, cada partido político es una circunstancia única y no debiera estar sometido a mayor intervención estatal que la que la ley establece para cualquier asociación civil: personería jurídica, estatutos y transparencia financiera.
Cuando el Estado establece normas específicas sobre la vida interna de los partidos o sobre la forma de elegir sus autoridades y candidatos, está interfiriendo en la voluntad de determinadas personas –los afiliados partidarios- de asociarse para proponer a la sociedad plataformas y candidatos. En nuestro país, dicha intervención ha tenido como fin el poner reglas para la utilización de los "lemas permanentes", verdaderas marcas que por si concitan la adhesión de ciudadanos, sin tener en cuenta que la calidad de las instituciones no se establece por ley, sino que es la acción de las personas la que determina en última instancia si tal o cual agrupación política satisface o no las espectativas del elector.
Si cada partido tiene total libertad para elegir autoridades, plataformas y candidatos, en un marco donde no hay barreras de entrada para la presentación de otros candidatos y con un sistema que permita al ciudadano elegir libremente los candidatos para cada cargo electivo, entonces cada partido deberá aportar lo mejor de sí para seducir al electorado, eliminando de raíz el problema.
Las circunscripciones plurinominales
Aún separando en hojas distintas los candidatos a las cámaras y el ejecutivo (y a la Junta Local, Departamental y ejecutivo comunal en las elecciones municipales), una adecuada representatividad ciudadana no está asegurada si no existe directa relación entre el soberano y su representante.
Esta relación no puede ser "solo para octubre". Los representantes deben ser temerosos de las iras de los representados e independientes de las iras de los dirigentes partidarios.
Hoy, los candidatos consiguen su lugar en las listas en base a un sistema de lealtades (y traiciones) con epicentro en las internas partidarias, por las que trabajan y a las que se deben. La inscripción libre de sublemas es el caramelo (amargo con la eliminación de la célebre institución de la cooperativa electoral) con el que se nos hace creer que casi cualquier persona puede ser candidato. En los hechos, solo aquellos que cuentan con el apoyo de las estructuras partidarias (y muchas veces, la maquinaria del estado) a su disposición tienen cierta chance de "marcar" votos suficientes en las internas y llegar a convertirse en la "lista favorita" en las elecciones generales.
Así, la lealtad partidaria es más importante luego, a la hora de ejercer el cargo electivo, que la opinión y los intereses de los representados e incluso que la propia conciencia. Es por esto que luego asistimos a votaciones en los que la "disciplina partidaria", la "solidaridad con el ejecutivo", "la opinión mayoritaria de la bancada" y argumentos por el estilo justifican el voto de diputados y senadores que se sientan en sus bancas y levantan o bajan la mano con total independencia de las implicancias que para los ciudadanos que lo votaron tienen las leyes sancionadas y en total consonancia con la decisión de los capitostes del partido.
Esto se termina devolviendo al representante su condición de representante del pueblo que lo vota, y esto solo es posible instaurando circunscripciones uninominales para todos los cargos electivos de carácter "parlamentario". Para implementarlo, basta dividir el territorio de la república en unidades electorales de tantos habitantes por cargo (tarea inicialmente compleja pues puede prestarse para manipulaciones electoreras) y haciendo que esos habitantes elijan UN SOLO DIPUTADO, UN SOLO SENADOR, UN SOLO EDIL y así.
Los críticos del sistema, sostienen que esto atenta contra la representatividad de los partidos políticos. De eso, justamente se trata. Los partidos no son el fin de la democracia. El fin de la democracia es el buen gobierno y el buen gobierno depende de que las organizaciones esten integradas por personas que no tengan más remedio que cumplir bien su trabajo, respondiendo ante todo al soberano.
El financiamiento estatal de la política
En un esquema como el que proponemos, el costo de las campañas es sensiblemente más bajo que en el actual y la razón que lo explica es muy simple: la relación entre votante y candidato vuelve a ser más personal que mediática. Aún así, la actividad política es cada vez más costosa, hecho que no debe soslayarse.
Cada tanto surgen voces tendientes a implementar sistemas de contralor del financiamiento de la actividad política cuya piedra angular es la prohibición de la financiación privada y su completa sustitución por la estatal, no teniendo en cuenta que el Estado no tiene recursos propios, que no fabrica dinero de la nada y que no puede gastar lo que no percibe de los ciudadanos por la vía de los impuestos.
Surge entonces la insólita idea de aplicar el uso de la capacidad cohercitiva del estado para extraerle recursos a una persona para financiar la actividad política de personas que proponen exactamente lo contrario a lo que el contribuyente cree y vota.
Por lo antedicho, el financiamiento estatal del funcionamiento de los partidos políticos es una inmoralidad en la que los ciudadanos se ven forzados a satisfacer los costos de las aspiraciones, intereses y vocaciones políticas de otros que ni siquiera le representan.
La actividad política debería ser financiada exclusivamente por aportes privados voluntarios, debidamente asentados en contabilidades públicas para minimizar los riesgos de ingreso al circuito político de dinero mal habido. Bastaría la implementación de buenas prácticas de contabilidad para eliminar dicho inconveniente. Una contabilidad abierta, sometida al escrutinio de la justicia y disponible para los ciudadanos y la prensa serían el remedio definitivo para el financiamiento ilegítimo o ilegal, y la corrupción de la que siempre hay fundadas sospechas.
Retomando la idea original
Reconstituír los mecanismos de la representación ciudadana son la base para el funcionamiento de las instituciones. Nuestros problemas no se solucionan con el mero cambio de protagonistas pues los nuevos pronto serán viejos y los problemas seguirán siendo los mismos.
Mientras que Ud. ciudadano, no pueda responder inmediatamente y sin vacilar a la pregunta ¿Qué hizo por Usted su diputado? algo distinto a
NADA o NO SE, es que la democracia no está funcionando.
Gustavo Hernández Baratta
Buenos Aires, Agosto 30 de 2004