REFLEXIONES SOBRE LA NACIÓN
Recreando el pensamiento magistral de Ernest Renan y José Ortega y Gasset
Decía Wilson Ferreira Aldunate que el Uruguay es, y solamente es, una comunidad espiritual.
Un país autentico, muy país, pero no por la influencia de una raza común, de un sentido genético, o por causas geográficas, sino simplemente porque constituimos una comunidad espiritual sustentada en un conjunto de valores cívicos trascendentes, cuya vigencia constituye la verdadera esencia de la nación. Esa era su definición favorita de la clase de país -del tipo de nación-, que el Uruguay es.
Una hermosa definición del ser nacional uruguayo y que tiene muchos puntos de contacto con el concepto de nación que vamos a comentar y que pretende ser un epítome del pensamiento de dos grandes de la filosofía universal.
Mucho se ha hablado del estado, pero sin embargo poco hemos leído sobre la nación. Si bien existen mucho puntos de contacto entre ambos conceptos, también existen diferencias sustanciales que justifican dedicarle un espacio diferente. Y con esa excusa, la de aproximarnos al concepto de nación, es que vamos a recrear a dos pensadores formidables como Joseph Ernest Renan y José Ortega y Gasset.
Es relativamente sencillo captar la diferencia existente entre estado y nación. Alcanza con recordar que históricamente han existido estados que comprendían varias naciones como por ejemplo la Unión Soviética, Checoslovaquia o Yugoslavia, de la misma manera que han existido naciones divididas en varios estados como ocurrió con Alemania o como todavía ocurre con Corea.
El estado es, ha sido, y será uno de los factores más importantes en la conformación de las naciones, por su papel insustituible para crear, consolidar y uniformizar algunos de los elementos variables primordiales que integran una nación, como el idioma, las fronteras geográficas o la etnia, por citar sólo algunos componentes esenciales a la hora de desarrollar ese sentimiento de solidaridad activa y de pertenencia a una comunidad total. Un estado empieza cuando se obliga a convivir a grupos nativamente separados. Cuando esa obligación no es violenta, sino que supone un proyecto común de grupos anteriormente dispersos y la gente que los integra comienza a tener una historia y un futuro común mediante un programa de colaboración voluntario y solidario, ese estado, además de estado, empieza a ser una nación.
Si bien puede haber un estado sin nación, lo inverso es más difícil, pero dista mucho de ser imposible. La historia tiene ejemplos de naciones que han sufrido la pérdida o destrucción de su estado y pese a ello han logrado sobrevivir en la diáspora geográfica, racial o cultural. Hoy por hoy tenemos el caso del Tibet, una país con su estado destruido y ocupado militarmente por China, pero que sobrevive como nación en la diáspora y en el propio territorio tibetano. Armenia es otro ejemplo de nación que sobrevivió a la expatriación y que recientemente ha recuperado su tierra natal, sin olvidar algunos ejemplos menos conocidos de naciones indígenas americanas o africanas.
Pero el más acabado ejemplo de sobrevivencia de una nación sin poseer ninguno de los anclajes esenciales que la existencia de un estado brinda, corresponde sin duda al pueblo de Israel. Una nación que logró sobrevivir durante dos mil años no sólo la carencia de una patria, sino que además debió soportar, en la indefensión más absoluta, al más extraordinario, brutal y sostenido esfuerzo que se haya hecho en toda la historia, para borrar de la faz de la tierra, material y espiritualmente, a una nación entera.
Israel es la prueba mas acabada que una nación es mucho más que consanguinidad, unidad lingüística, unidad territorial, o contigüidad geográfica. Que no es algo material, inerte, dado y limitado. Que hay algo superior en esa voluntad de construir un destino común y que no está limitada por término físico alguno.
¿Qué es, pues, una nación, ya que no es ni comunidad de sangre, ni adscripción a un territorio, ni cosa alguna de este orden?
El término "nación" significa, etimológicamente "lugar donde se nace (del latín "nascere" que significa "nacer"), pero desde el punto de vista de las ciencias sociales y políticas, la nación es definida como una realidad constituida por un conjunto de seres humanos que además de tener un lugar común de nacimiento y de vida, tienen una serie de características que los identifican: raza, idioma, usos y costumbres, tradiciones, historia, religión, música, hábitos alimenticios, en síntesis una cultura que va moldeando el alma individual y colectiva de los pueblos. Pero por sobre todas esas cosas una nación es un conjunto de seres humanos que comparten el sentimiento común de tener un mismo destino, un mismo futuro.
Ortega y Gasset proponía como método para aproximarnos al tema la sencilla observación de la evolución de la historia del hombre. A partir de esa metodología y siguiendo el hilo conductor del pensamiento del maestro español, podemos apreciar como, en el principio, casi inmediatamente después del verbo con el que Juan comienza el cuarto evangelio, el hombre comenzó a ser “sociedad” en un conglomerado humano llamado tribu. Y de una manera profana podemos decir esa fue la primera “nación” del planeta. Mientras que las tribus vecinas conformaron las primeras “otras” naciones. Durante siglos las naciones fueron trashumantes, hasta que el ciclo agrario ligó al hombre con la tierra y la tribu se convirtió en clan y tuvo geografía, fronteras y lugares sagrados que “religaron” a esos hombres con su patria incipiente mediante la poderosa argamasa de una tradición y una religión común.
Con el paso del tiempo, una nación se compuso por dos tribus vecinas que se unieron y crecieron. Pronto muchas naciones comenzaron a ser “multitribales”, ocuparon una comarca mayor al villorrio original, las comarcas se transformaron en feudos que poco a poco fueron creciendo a medida en que un señor feudal se imponía progresivamente a otros señores feudales a través de la fuerza, matrimonios políticos o de pactos de cualquier tipo, hasta que finalmente surgieron los reinos. Los historiadores señalan que el estado-nación, técnicamente hablando, adoptó como primera forma la del estado monárquico absolutista.
Fue así que en la península ibérica hubo una nación llamada León y otra llamada Castilla; luego León y Castilla se unieron y fueron una nación mayor, pero que por entonces no incluía Aragón. Hoy es innecesario decir que cualquier aragonés se considera tan español como cualquier castellano.
Siempre siguiendo a Ortega, podemos ver que existen en el concepto de nación dos principios diferentes. Uno variable y sujeto constantemente a cambios en el tiempo, y otro permanente, que sortea esos límites y configura un principio de unidad por encima de aquél.
El principio cambiante está compuesto por un conjunto de elementos que se modifican con el tiempo como la tribu, la comarca o el reino, el idioma, las fronteras, los usos y costumbres, la cultura y aún las etnias y las razas, variables estas que curiosamente son objeto de referencia como atributos permanentes y forjadores de la condición nacional, pese a que la evidencia histórica demuestra porfiadamente lo contrario.
Estos atributos son ciertamente muy importantes en la conformación nacional, pero definitivamente no son persistentes ni estables, y por lo tanto sus características puntuales en un momento aleatorio de la historia no pueden fundar o constituir la piedra angular, el cerno inconmovible, de una nación.
Lo que hoy es una nación, no lo es porque quienes habitaban ese espacio geográfico hace dos, tres o siete siglos querían que, por ejemplo Brasil se extendiese desde el Chuy hasta el Caribe; o España fuera desde el Finisterre a Gibraltar. Ni Brasil ni España preexistían como unidades en las almas de quienes habitaban aquel espacio geográfico -que hoy es Brasil o España-, haciéndolos sentir brasileños o españoles. Simplemente porque brasileños y españoles no existían, no podían existir, antes que Brasil o España existiesen.
El brasileño o el español de hoy, es algo que se fue forjando en la fragua de una historia necesariamente cargada de luchas, de triunfos y de derrotas comunes, que moldearon y ensamblaron etnias, culturas, espacios geográficos y una voluntad colectiva de hacer cosas juntos a través de muchos años de labor. Las naciones actuales son tan sólo la manifestación contemporánea de aquel principio variable que nos hablaba Ortega, condenado a perpetua superación. Principio compuesto por muchos elementos como la sangre, el idioma y la geografía, y que son consecuencia, y no causa, de la unificación estatal.
Decía Ortega y Gasset: “¿Qué fuerza real ha producido esa convivencia de millones de hombres bajo una soberanía de poder público que llamamos Francia, o Inglaterra, o España, o Italia, o Alemania? No ha sido la previa comunidad de sangre, porque cada uno de esos cuerpos colectivos está regado por torrentes cruentos muy heterogéneos. No ha sido tampoco la unidad lingüística, porque los pueblos hoy reunidos en un estado hablaban, o hablan todavía, idiomas distintos. La relativa homogeneidad de raza y lengua de que hoy gozan -suponiendo que ello sea un gozo- es resultado de la previa unificación política. Por lo tanto, ni la sangre ni el idioma hacen al estado nacional; antes bien, es el estado nacional quien nivela las diferencias originarias del glóbulo rojo y su articulado. Y siempre ha acontecido así. Pocas veces, por no decir nunca, habrá el estado coincidido con una identidad previa de sangre o idioma. Ni España es hoy un estado nacional porque se hable en toda ella el español, ni fueron estados nacionales Aragón y Cataluña porque en un cierto día, arbitrariamente escogido, coincidiesen los límites territoriales de su soberanía con los del habla aragonesa o catalana.”
La unidad lingüística de las naciones casi siempre es el resultado de decisiones políticas del estado, con claros objetivos de unificación nacional y donde la lengua juega un rol insoslayable. Pese a que estos argumentos parecen bastantes obvios, se persiste en dar como fundamentos de la nacionalidad a la sangre y al idioma. Con las “fronteras naturales” ocurre un error parecido. Casi todas las naciones instaladas pretenden hacer de sus límites actuales algo definitivo y soberano. Bajo la mítica expresión de “fronteras naturales”, se procura consagrar una mágica predeterminación de la historia por cierta forma y espacio telúrico. Pero si retrocedemos algunos años comprobaremos como Brasil tenía otras “fronteras naturales” que supieron estar bastante más al norte del río Cuareim, al menos hasta 1851. Y como los uruguayos sabemos perfectamente, el Imperio de Brasil durante muchos años pretendió que su “frontera austral natural” alcanzara las doradas arenas de Punta del Este y llegara hasta el bastión colonial que fundara Don Manuel de Lobo en 1680.
La “naturalidad” de las fronteras ha sido históricamente relativa y dependiente de los medios económicos, bélicos y diplomáticos de las naciones de cada época.
El papel fundamental de las fronteras ha sido, cada vez que se mueven para agrandar el territorio de la nación, el de consolidar en dicha etapa histórica la unificación política lograda. Y viceversa, cuando las fronteras se agitaron en detrimento del espacio nacional, se transformaron en un obstáculo a vencer, un estorbo a derribar, para recuperar el espacio perdido junto con las siempre movedizas “fronteras naturales”.
No han sido las fronteras, pues, principios de la nación, sino al revés; consecuencia y muchas veces estorbos. Cuando el devenir de la historia estabiliza las fronteras, estas se transforman en un medio material importante para asegurar la unidad política de la nación.
Con la raza y con la lengua ha ocurrido lo mismo. Basta recordar los pueblos y las razas que fueron sucediéndose como dominantes y “propietarios” de, por ejemplo, las islas británicas: britanos, romanos, celtas, sajones, normandos, alemanes, holandeses, etc.
No fueron las primitivas comunidades nativas las que constituyeron Inglaterra, Francia o España como las naciones que hoy conocemos, sino al contrario: el estado se encontró que las muchas razas y las muchas lenguas existentes eran verdaderos obstáculos que se debieron dominar, muchas veces enérgicamente, para consolidar la unidad nacional, y recién como consecuencia de este esfuerzo se comenzó a producir una relativa unión de sangre e idiomas en la mayoría de los países actuales.
Con respecto al idioma decía Renan: “La importancia que se presta a las lenguas viene de que se las ve como manifestaciones de la raza. Nada más falso” Los ejemplos que contradicen la identificación entre nación y lengua son numerosos. “La lengua invita a la unión, pero no fuerza a ella. Estados Unidos e Inglaterra, la América española y España, hablan la misma lengua y no forman una sola nación. Por el contrario, Suiza, tan bien construida, puesto que ha sido hecha por el asentimiento de sus diferentes partes, cuenta con tres o cuatro lenguas. Hay en el hombre algo superior a la lengua: es la voluntad”
Todos estos elementos variables configuran en su conjunto el primero de los principios de Ortega sobre los que se edifica una nación. Un principio que es condición necesaria pero no suficiente.
“El hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni del curso de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montaña. Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama nación” Espléndida definición de Renan que remata de la siguiente manera: “...el hombre no pertenece a su lengua ni a su raza: no se pertenece más que a sí mismo, puesto que es un ser libre, un ser moral”
Poco se puede agregar a las palabras del maestro francés.
Decía Ortega que: “Nación -en el sentido que este vocablo emite en Occidente desde hace más de un siglo- significa la “unión hipostática” del poder público y la colectividad por él regida”.
Creo que mejor es la definición de Renán: “Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho juntos grandes cosas, querer hacer otras más: he aquí las condiciones esenciales para ser un pueblo... En el pasado, una herencia de glorias y remordimientos; en el porvenir, un mismo programa que realizar... La existencia de una nación es un plebiscito cotidiano.”
Renan no desprecia la historia que es imprescindible porque la nación es un legado de los antepasados, pero también es un compromiso que se actualiza y una herencia que se acepta.
Esta estupenda definición de Renán tiene según Ortega en su última frase una “mágica palabra, que revienta de luz. Ella nos permite vislumbrar catódicamente el entresijo esencial de una nación, que se compone de estos dos ingredientes: primero, un proyecto de convivencia total en una empresa común; segundo, la adhesión de los hombres a ese proyecto incitativo” (...) “Sangre, lengua y pasado comunes son principios estáticos, fatales, rígidos, inertes: son prisiones. Si la nación consistiese en eso y en nada más, la nación sería una cosa situada a nuestra espalda, con lo cual no tendríamos nada que hacer. La nación sería algo que se es, pero no algo que se hace. Ni siquiera tendría sentido defenderla cuando alguien la ataca. Quiérase o no, la vida humana es constante ocupación con algo futuro”.
Como decía antes Renan, España tiene con Hispanoamérica un pasado común, una raza común, un lenguaje común, y, sin embargo no pudo formar con sus provincias de ultramar una nación. Quizás existan muchas razones válidas de este fracaso histórico, pero desde una visión orteguiana quizás la más importante haya sido la incapacidad para forjar un futuro común. “España no supo inventar un programa de porvenir colectivo que atrajese a esos grupos zoológicamente afines. El plebiscito futurista fue adverso a España, y nada valieron entonces los archivos, las memorias, los antepasados y la “patria”. Cuando hay aquello, todo esto sirve como fuerzas de consolidación; pero nada más”.
La nación como realidad moderna tienen pasado, historia y narrativa, pero estas no son preexistentes. No existe el mito de una nación telúrica escondida en el subsuelo de la historia y que puede volver a florecer mediante la revitalización de sus elementos puros. Tal forma de pensar pertenece al terreno de las utopías perdidas o a los trasnochados cultores de las teorías conspirativas de la historia.
El Uruguay, como la mayoría de las naciones modernas, integra muchos de los elementos del principio variable de Ortega, pero creemos que definitivamente somos una nación porque tenemos ese otro principio superior y permanente que hace del país “una comunidad espiritual” al decir de Wilson, que se “plebiscita cotidianamente” como expresara lúcidamente Renan, y que además tiene “un proyecto de convivencia común para el futuro” como sostenía el maestro Ortega y Gasset.
Montevideo, setiembre de 2004